Para los buenos aficionados al lúpulo, no es noticia que Bélgica es el origen de muchas de las mejores cervezas del mundo. Sin embargo, no todas las joyas líquidas de aquel país son de público conocimiento. Amén de las celebradas trappenses –que se producen indefectiblemente en monasterios de la orden de La Trapa (o del Císter, que viene a ser lo mismo)–, en territorio flamenco aún se elaboran otras que han resistido los embates de la industria, como la roja kriek y el resto de las lambic, que descubrimos en esta pista.  


Hace algunas semanas, en el post Flandes, cervezas de culto y cocineros rebeldes, compartía con los lectores de Gastroactitud.com los placeres líquidos y sólidos que descubrí en un reciente periplo por Flandes. Hoy vuelvo a la carga para revelar con mayor detalle los tesoros cerveceros que más me impresionaron durante aquel viaje.

Para empezar, insistiré en que Bélgica es un tesoro sin parangón en el universo de esta bebida, con más de 160 fábricas cerveceras (100 de ellas, asentadas en territorio flamenco), más de 700 perfiles de sabores –eufemismo que viene a demostrar la diversidad de estilos y variedades– y en torno a 1.100 marcas. Todo ello concluye en una producción anual próxima a los 19 millones de hectolitros, de los cuales algo más de la mitad se destinan a la exportación.

Gracias a su importante presencia en los mercados del mundo, las cervezas belgas de producción industrial son de sobra conocidas (la que más, Stella Artois, original de Lovaina, pero que hoy produce también –con licencia– en otros países). Pero lo que me ocupa aquí no son las marcas globalizadas, sino todo lo contrario: aquellas que aún se mantienen fieles a los preceptos de producción más antiguos, y que atesoran un carácter único, además de una enorme calidad.

Kriek, la rara cerveza roja
Yendo al grano, en el viaje a Flandes al que me refiero, la primera gran revelación cervecera tuvo lugar en Lovaina, considerada por muchos como la capital mundial de esta bebida. Como sucede con los grandes descubrimientos, sucedió casi por casualidad.

Lo cierto es que al final de la tarde del primer día del periplo, tenía programado en pubtasting tour, un concepto divertido que supone la ingestión detropecientas pintas en diferentes lugares. Pero como estaba agotado, el guía –experto en cervezas, todo hay que decirlo– me propuso ir a relajarnos en su sitio favorito, el M Café, anexo al Museo de Arte de la ciudad. A primera vista, el local no tiene mayor gracia. Lo que le distingue es el personaje que se encuentra tras la barra del bar, Steven Bouillon, un auténtico friki del lúpulo: sumiller especializado, finalista en los campeonatos de tiraje de cerveza, maestro catador, formador e incluso productor artesanal. Cuando advirtió mi interés en la kriek, la cerveza roja típica de Flandes, soltó la prenda. "Yo también elaboro una kriek, pero muy pocas botellas (400 al año). Ahora mismo me deben quedar dos o tres botellas de la última producción. Si te interesa, cuesta 25 euros".

Dicho y hecho. El bueno de Bouillon se presentó entonces acunando una de las últimas Vesalius que le quedaban, con el cuidado de quien sostiene en sus manos un bebé de dos meses. La sirvió con delicadeza en copas de vino, y lo cierto es que bien podría haber pasado por un tinto borgoñón, y no sólo por su color rojo brillante, también por sus aromas de fruta roja, su generosa acidez y delicado paso por boca, sequísimo. Para romper aún más con la idea que la mayoría tiene de una cerveza, diré que esta Vesalius apenas tenía espuma, y un carbónico casi inexistente.

Brasserie Cantillon, templo mayor de la lambic
Sólo pude comprender el sentido de la sorprendente Vesalius al día siguiente, cuando me dirigí a Bruselas para conocer Cantillon, fábrica familiar fundada en 1900 y lugar de peregrinación para los amantes de las cervezas más raras, las lambic.

Amén de la fauna de locos del lúpulo con aspecto de hippies trasnochados que acude cada día a esta casa, para visitar las instalaciones y hacerse con unas cuantas cajas de su cerveza fetiche, Cantillon destaca por ser una de las últimas fábricas que continúan elaborando la típica cerveza de Bruselas como se hacía antes de 1950, sólo con ingredientes naturales y fermentación espontánea. Un orgulloso bastión de la autenticidad y de la vieja sabiduría, donde sólo se producen 1700 hectolitros al año de cervezas que por su sabor intensamente amargo, su escaso carbónico y carácter salvaje no son, evidentemente, aptas para todos los paladares.

Tras visitar la fábrica, pude probar algunas de las cervezas de la gama de 11 variedades que elabora Cantillon –todas ellas englobadas en la pureza talibán del estilo Lambic– como la famosa Gueuze (que nace de la mezcla de cervezas lambic de uno, dos y tres años, con segunda fermentación en botella –¡como en Champagne!–, lo que le augura una larga conservación), mi querida kriek (que debe su color rojo a la maceración de lambic de dos años con guindas de Schaerbeek –una variedad que sólo se da en esa localidad del norte de Flandes–, durante seis meses; y que también refermenta en botella) y la Cuvée Saint Gilloise (que rinde homenaje un histórico club de fútbol de Bruselas, el Royale Union Saint-Gilloise; es una lambic de dos años macerada con lúpulo hallertou, que le confiere un marcado amargor). Tengo que decir que me fui de Cantillon con la pena de no haber podido probar otras singulares cervezas de esta fábrica legendaria, como la Vigneronne (que se mezcla con mosto de uvas de la variedad muscat) , la Saint-Lamvinus (lo mismo, pero con uvas tintas de "tipo" merlot) o la rarísima Lou Pépé (que sólo cuaja cuando se produce una fermentación descontrolada, ¡una especie de palo cortado de las cervezas!).

Los caprichos del profesor Delvaux
También se asienta en una fábrica centenaria De Kroon, la cervecería que ha puesto en marcha el ilustre Freddy Delvaux –académico, maestro de maestros cerveceros y asesor de muchas de las mejores fábricas de Bélgica– para pasar de la teoría a la acción. Aunque nada que ver con Cantillon, porque Delvaux ha aprovechado las instalaciones de la vieja factoría de Neerijse –pequeña localidad próxima a Lovaina– para montar la moderna maquinaria que le permite producir su gama de tres cervezas: Super Kroon (pale ale basada en una receta original de la casa), Job (rubia sin filtrar) y Delvaux (rubia de gran carácter, alter ego líquido del profesor). De Kroon también dispone, vale la pena advertirlo, de un bar-restaurante con gran ambiente y una deliciosa terraza para los (escasos) meses de calor.

Westmalle, bendita trappense
Como broche de oro para este inolvidable tour por el mayor paraíso cervecero del planeta, se me abrieron las puertas de la abadía de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Westmalle, donde se produce una de las trappenses más aplaudidas.

Una suerte, porque el acceso al interior de la fábrica –modernísima, por cierto–, así como a las estancias de los monjes, está vedada al resto de los mortales. Agradecido, aproveché la oportunidad para preguntar y curiosear entre calderas de cobre, sacos de lúpulo y grandes tanques de maduración. Lo mejor es que me dejaron entrar incluso en la cantina reservada a los abades y cerveceros de la casa, una estancia diminuta plagada de iconos, botellas, vasos y fetiches cerveceros procedentes de todo el mundo. Allí tuve la ocasión de volver a catar las dos referencias más conocidas de Westmalle, la sabrosa Dubbel y la densa Tripel, además de la Extra que sólo se produce para consumo de la abadía. ¡Y el queso que también fabrican en este bendito lugar!

En síntesis, un viaje maravilloso y revelador por la esencia cervecera de Flandes.

Más información: www.flandes.net

Federico Oldenburg

Federico Oldenburg

Periodista especializado en vinos y destilados, colaborador de numerosos medios internacionales y jurado de los más prestigiosos certámenes vinícolas.

1 Comment

  1. Miriam el 2 noviembre, 2015 a las 17:24

    Snif, cómo echo de menos la gueuze y la kriek…

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