Los asiduos a la barra del bar más observadores, habrán comprobado –en los breves momentos de sobriedad que preceden a la llegada de la primera copa– que en las mejores coctelerías nunca falta una pequeña botellita engalanada con una etiqueta varias tallas más grande, que luce un logotipo de aires vintage: Angostura.
Aún cuando uno se eternice en la aquellas barras, jamás deberá caer en la tentación de echar un trago al líquido que alberga la dichosa botellita. Porque Angostura es, paradójicamente, una bebida que no se bebe, sino que se suministra en gotas. Si, en dosis mínimas.
Lo es desde hace muchísimo tiempo, más precisamente, desde 1824, cuando el alemán Johann Gottlieb Siegert, cirujano general del ejército durante la guerra de la independencia de Venezuela, concibió, a base de hierbas y especias, un remedio para aliviar el mareo y otros males.
El origen venezolano de esta alquimia se hace evidente en su propio nombre, que rinde homenaje a la ciudad de Angostura, donde este santo elixir comenzó a fabricarse (aunque su producción se trasladaría años después a la isla de Trinidad y Tobago, donde aún se elabora).
Aunque algunos ingredientes de la fórmula original del doctor Siegert se mantienen en riguroso secreto, es sabido que la Angostura nace de una paciente maceración de 25 botánicos (frutas, raíces, semillas aromáticas, cortezas vegetales…) en alcohol de 90º.
Cuando, por casualidad, a alguien se le ocurrió aromatizar una copa con un par de gotas de Angostura, el invento saltó del botiquín al bar y se convirtió en el rey de los bitters, los "amargos" que constituyen desde siempre el arma secreta de cualquier bartender digno de su profesión. Al fin y al cabo, Angostura –y todos sus clones, que los hay a mansalva– es la esencia que aporta un toque especial a un buen pisco sour, Manhattan, mojito, old fashioned y muchísimos otros cócteles eternos.
Eso sí, aunque ya no quede nada para echarse al gaznate, Angostura merece el mismo respeto que un frasco de Chanel nº5: sólo sirve para perfumar.
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