Mi encuentro con Pablo Monsalve, director de la empresa española Ambrose & Paubet, no había sido fortuito. Por iniciativa de dos amigos, Eva Rodrigo y David Basilio, nos reunimos en una cata de caviar privada con el único propósito de ahondar en la enigmática familia de las huevas de esturión. Un micro universo tan confuso como paulatinamente degradado.
Monsalve se mostraba intransigente : “Estoy cansado del intrusismo del mercado. Se comercializa como caviar algo que no lo es. Huevas muertas por efecto de la pasterización. Los caviares de nuestras granjas, Ambrose & Paubet, son frescos, vivos, resultado de meticulosos procesos de crianza y elaboración. Es injusto que tengamos que competir en las mismas condiciones con calidades de segunda que se aprovechan del desconocimiento del mercado”, nos comentó contrariado. “Nos abruman productos mediocres disfrazados de apariencia. Se etiquetan como beluga las huevas pasterizadas de especies anónimas que proceden de ríos o estanques chinos. Las mismas que acaban sirviendo de topping a tantos platos de cocina. Casi siempre con exceso de sal y un fondo de fango o humedad. El nivel de un caviar no lo determinan el tamaño de la huevas ni la forma en la que rompen en la boca. Su calidad la condicionan las atenciones que se presta a los animales, la pureza de las aguas donde crecen y los pasos que se siguen hasta su consumo.”
Antes de comenzar nuestra cata flotaban en el aire algunas preguntas: ¿Cuáles son las diferencias sensoriales entre los caviares frescos y los pasterizados? ¿Cuántos tipos pueden encontrarse en un mercado tan opaco como el nuestro? ¿Qué factores determinan su calidad?
Nos hallábamos en la marisquería restaurante Rafa en Madrid frente a un bodegón repleto de latas de 50 gramos sobre hielo picado. “Vamos a probar caviares frescos, granulados, muy poco comunes, no pasterizados”, nos reiteró Monsalve. “Caviares de verdad. No disponemos de segundas calidades. Todos nuestros esturiones son especies puras, no híbridas, criadas en entornos semisalvajes en aguas de glaciares naturales entre los Alpes suizos e italo-austriacos. Gestionamos los procesos al detalle. No masajeamos a las hembras y jamás aceleramos la extracción de sus huevas. Al salir de la bolsa ovárica los caviares tienen una acusada potencia de sabor. Hay que sazonarlos y afinarlos durante cuatro a seis semanas en latas de pistón”.
¿Cómo evoluciona el mercado español?, le pregunté a modo de respuesta a sus reiteradas desazones. “Hay datos esperanzadores. En círculos concretos la tendencia tiende a mejorar. Se aprecia interés por aprender sobre un tema tan opaco. Sobre todo, entre los componentes de la llamada Generación X, consumidores sensibles a los precios y a la calidad. Cada vez con más frecuencia me encuentro con restaurantes y gourmets que nos comentan: esto es lo que estábamos buscando”.
Provistos de cucharitas de nácar arrancamos con el osetra, caviar de color pardo con dejes ambarinos. “Vais a notar un punch inicial, notas de arenques ahumados y frutos secos. Estamos ante un caviar abundante en colágeno y con apreciable contenido en sal”, insistió Monsalve. “Aparte tenéis el Osetra Selección que procede de las huevas más albinas del saco ovárico, algo más grandes, más suaves, menos saladas, y particularmente elegantes”.
Cada palabra de Monsalve nos desafiaba a un ejercicio contra nosotros mismos. Dejábamos resbalar las huevas contra el paladar antes de aspirar sus aromas de forma lenta dispuestos a atrapar unos matices, casi clandestinos, que tendían a escaparse. Y tras cada muestra sutiles tragos de champagne que nos predisponían para la siguiente.
El Sevruga le permitió a nuestro anfitrión una puntualización de peso. “Los caviares no saben a mar, se trata de uno de los tópicos más desgastados”, nos recalcó elevando el tono de voz. Tan solo uno tiene dejes yodados y marinos, precisamente el sevruga que vamos a catar. Más meloso que otros, de huevas más pequeñas y bastante delicado. “Todavía más sorprendente resulta el Sterlet a causa de sus cromatismos. De huevas pequeñas, doradas, melosas y granulosas con notas a maderas ahumadas y a fuagrás”, prosiguió.
La prueba avanzaba ahondando en matices que se revelaban ocultos. Cada vez que “descorchábamos” una nueva lata como sucedió con el caviar blanc proveniente de esturiones blancos se redoblaban nuestras expectativas. Ritual que se multiplicó en el momento del beluga que aceleró nuestras pulsaciones. De huevas más grandes, menos saladas, con una textura de seda y una sutil complejidad.
En un entreacto Monsalve nos reiteró sus verdades abrazadas a halos de obsesión: “La pasteurización endurece las huevas, mata el alma del caviar y le roba su historia. Es vital leer las etiquetas, conocer su trazabilidad, saber si las huevas han sido disfrazadas con almidones o con otros aderezos”.
A la postre, habíamos vivido una cata fugaz convertida en un reto a nuestras facultades sensoriales. Monsalve nos insistió una y otra vez en la importancia de entender cada caviar, de escuchar sus sonidos al paladearlo, de observar sus reflejos en la cuchara y de captar sus incertidumbres. Una puerta abierta a los sentidos y a un mundo de sabores semi ocultos de la mano de huevas no pasterizadas, un producto que se expresa de otra manera y que los intereses comerciales del mercado tienden a marginar.
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