Aunque insistan en vendérnoslos como bebedizos amanerados, superfluos y predestinados al consumo estacional de pseudoabstemios, lo cierto es que hay champagnes rosados que son auténticos vinazos.
Hete aquí un ejemplo de ello: el Rosé Sauvage de Piper-Heidsieck, la más impronunciable entre las nobles maisons de Champagne. Nada que ver con la cuvée más popular de la casa –el Brut sin añada–, de perfil clásico y rutinario; ni tampoco con la expresión voluptuosa y especiada del extravagante Rare, la joya millésimé de Piper-Heidsieck.
El Sauvage va por otros derroteros: por su brillante e intenso color vermellón, bien podría decirse que se trata de un champagne tinto más que de un rosé al uso (primero, claro, habría que crear una nueva categoría: champagne rouge).
Y no es el color lo único que distingue a este extraño rosé. La fina burbuja predice la elegancia de un gran champagne –y el buen hacer del Régis Camus, el laureado chef de cave de Piper-Heidsieck–, pero aquí la clase se expresa de otra manera: la nariz es vinosa, casi borgoñona, lo que da fé del dominio de la pinot noir en el assemblage.
Ahora bien, lo más bestial de este salvajísimo rosado es el paso por boca, brioso, rotundo y fascinante, tentador y peligroso como una sobredosis de picotas y estructurado como un refugio antiaéreo. Para colmo, es un champagne adictivo como pocos.
Muy probablemente, las del Rosé Sauvage sean las burbujas rosadas más indicadas para los irreductibles forofos de los vinos tintos, aquellos que no renuncian al tanino ni siquiera cuando se lavan los dientes.
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