Guía para entender la especulación alimentaria

Si cada año cultivamos más alimentos, si aumenta la producción ganadera, si las manufacturas alimentarias no cesan de introducir productos en el mercado… ¿Cómo es posible la constante subida de precios en todos los alimentos? Y sobre todo, ¿cómo es posible que el hambre siga también creciendo? La respuesta son dos palabras: “especulación alimentaria”.
Empecemos con unos datos básicos para entender el contexto de este fenómeno que está transformando nuestras vidas y nuestro futuro:

1. “De todos los mamíferos de la Tierra, actualmente un 60% son animales de granja, un 36% son humanos y el resto (solo un 4%), son salvajes”.

2. La mitad de la población mundial se alimenta de arroz, trigo y maíz.

3. “Un tercio de la cosecha de cereales global va destinado a los animales (de granja). Una comida que podría alimentar a un número de personas diez veces superior si la consumiéramos de forma directa”.

4. El hambre no para de crecer. Según el último informe de la FAO, alcanza a 828 millones de personas, un 10% de la población mundial.

La paradoja es obvia. Ahora, veamos qué hay detrás de esos cuatro puntos.

¿A qué llamamos especulación alimentaria?

La especulación alimentaria es tan sencilla de entender, en su idea sustancial, como compleja de imaginar en su funcionamiento. Consiste en especular con los precios de los alimentos mediante dos vías principales: acapararlos, para así controlar la oferta; o, sobre todo, comprarlos de forma anticipada (antes de su producción), para después utilizar esos contratos en los mercados financieros con la misma voracidad con la que se intercambian las hipotecas, la deuda pública, los seguros o las inversiones inmobiliarias. Este segundo mecanismo, conocido como “contrato de futuros”, es el que ha disparado la especulación alimentaria en nuestro siglo.

Los pequeños agricultores y ganaderos, asfixiados por la presión de un mercado con precios volátiles (que depende del clima, pero más aún del turbocapitalismo de beneficio inmediato), venden ya anticipadamente su producción casi por sistema, especialmente en países de escaso desarrollo. Esos contratos, firmados casi antes de plantar la semilla, que les garantizan un ingreso, escaso pero fijo, a costa de renunciar a posibles beneficios, entran en la misma rueda de apuestas financieras que mueve la economía mundial y van pasando de manos, con cada postor esperando aumentar el margen de beneficio sobre algo que todavía no existe.

 

Cuando finalmente la cosecha se consuma, el responsable de determinar el precio de venta mundial del café o del maíz suele ser un fondo de inversión, un banco o una multinacional, sin conexión alguna con la tierra de cultivo ni con el agricultor. Con lo cual, el criterio que aplica a su comercialización es similar al de un fondo buitre que adquiere un edificio de oficinas o que vende una fábrica de aluminio en quiebra. Solo que, en este caso, juega directamente con la vida de millones de personas.

En su ensayo Sitopía (de donde salen los entrecomillados del arranque de este artículo), Carolyn Steel recuerda que “la proliferación de inversores no dedicados a la alimentación se remonta a 2000. Con la desregulación del comercio de mercancías en Estados Unidos, cuando los derivados bursátiles quedaron exentos de escrutinio”. Hoy es casi imposible perseguir el rastro de esos negocios sucesivos que especulan con contratos de futuro. La organización We Move Europe indica que “en estas prácticas están involucrados algunos peces gordos del sector financiero, como Goldman Sachs, Morgan Stanley y Deutsche Bank. Pero también distribuidores de alimentos menos conocidos como Cargill. Estas multinacionales disfrazan su avaricia llamándola ‘evolución de los precios de las materias primas agrícolas’, y venden 99 veces cada grano de trigo que se siembra, procesa y come”.

¿La consecuencia? “Entre 2003 y 2008, los holdings de fondos de productos básicos pasaron de 13.000 millones de dólares a 317.000, lo cual contribuyó a la volatilidad del mercado que precedió a la crisis de 2008. En ese periodo, los precios del trigo y del arroz aumentaron un 127% y un 170’%, respectivamente, mientras que los del maíz se triplicaron, lo que produjo revueltas en unos treinta países”, según recoge Steele.

¿Desde cuándo existe?

Los contratos de futuros se remontan a la expansión comercial de Estados Unidos durante el siglo XIX, expansión que en el sector primario se denominó agribusiness. El mercado norteamericano se concentró en unas pocas empresas, que azuzaron la producción para aumentar las exportaciones, ofreciendo por primera vez la compra anticipada a agricultores y ganaderos, garantizándose así el control absoluto de la cadena.

En 1848 abrió la Bolsa de Chicago (Chicago Board of Trade), hoy el principal mercado bursátil de este tipo, y se estableció un tablero de juego con productos de precio no regulado que, durante este siglo XXI, se ha expandido hasta la insensatez. El 10% de los contratos que mueve actualmente la Bolsa de Chicago son agrícolas. El 85% de las transacciones, electrónicas. Su parqué cierra negocios a diario en 160 países. “Basta con tener una conexión a Internet para pujar”.

Como buen mercado especulativo, las temporadas de inestabilidad aceleran su avidez, especialmente entre la gran banca. Un ejemplo: “Tras la invasión rusa de Ucrania, los bancos internacionales empezaron a perfilar formas para que los inversores minoristas apostaran por la subida de los precios de los alimentos. El 7 de marzo, cuando el trigo alcanzó el precio más alto de su historia, el equipo de gestión de patrimonios de JP Morgan publicó un artículo en el que animaba a sus clientes a invertir en fondos agrícolas”.

¿Dónde nace la especulación alimentaria?

El mercado alimentario lo controlan cuatro empresas: Cargill, Bunge, ADM (Archer Daniels Midland) y Louis Dreyfus. Juntas acaparan el 90% del comercio mundial de cereales, y utilizan cualquier estrategia, lícita o no, para aumentar su facturación. Basta constatar cómo han invadido la Amazonia para entenderlo. Así lo describe el periodista Andy Robinson en Oro, petróleo y aguacates. El ensayo donde recoge sus años como reportero sobre en Latinoamérica, con un párrafo largo, pero sin desperdicio: “El imperio que mandaba ya en la Amazonia brasileña era el de Cargill, la compañía no cotizada más grande del mundo, con 170.000 empleados. Su sede en Minnesota, una réplica incongruente de un château parisino rodeado de campos de maíz y soja, había sido el cuartel general de la primera fase del agribusiness, que convirtió el medio oeste estadounidense en el granero del mundo.

Ahora Cargill, bróker global de las commodities, se ponía al frente de la segunda ola, la de América Latina. Brasil, Argentina y sus vecinos se habían convertido en los principales productores de soja del mundo con casi el 60 % de las exportaciones. Y Cargill no desaprovecharía la oportunidad. Ya facturaba por el procesado y la exportación de la soja y otras materias primas unos astronómicos 110.000 millones de dólares al año. Casi el doble que su principal competidor, Archer Daniels Midland (ADM), con sede en Chicago, la ciudad donde los ‘futuros’ de la soja, el trigo, el maíz y los pork bellies se comerciaban en el mercado financiero, en una orgía de especulación diaria con los alimentos de primera necesidad de millones de pobres asiáticos, latinoamericanos y africanos que lidiaban con el hambre.

Estos dos gigantes estadounidenses dominaban la industria global de cereales junto con otros dos brókeres, la francesa Louis Dreyfus y Bunge, cuya propia terminal de carga se encontraba cien kilómetros río abajo, en Itaituba, un caótico boom town de extractivismo selvático. La soja era el más importante de los llamados cultivos flexi. Servía de alimento para los seres humanos, de pienso para los animales, de combustible para los vehículos diésel y hasta como materia prima industrial”.

 

 

Estos cuatro actores, cual jinetes del Apocalipsis, llevan décadas propiciando esa brutal subasta en la que participan fondos buitre, empresas tecnológicas, bancos, entidades financieras de todo tipo, magnates de todas las nacionalidades y, en general, las siglas y nombres que dominan la economía mundial. Los precios de los alimentos cada vez dependen menos de la meteorología, de la demanda, de los hábitos de consumo o incluso del combustible. Como hemos visto, es una clamorosa mentira que la última subida global se deba exclusivamente a la guerra en Ucrania. Ya se habían disparado antes. Y sigue.

En realidad, nos enfrentamos una división social descomunal. Definida por uno de los magnate más importantes de nuestro tiempo, Warren Buffet, en unas declaraciones proféticas que recoge e interpreta Rubén Juste en su libro La nueva clase dominante: “Antes de que llegara la primera gran crisis económica mundial del siglo XXI, Warren Buffett pronunció una frase que ha quedado para la historia: ‘Hay una guerra de clases, de acuerdo; pero es la mía, la de los ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando’.

Era una frase muy poco común tratándose de un billonario (el hombre más rico del mundo), inversor y presidente de una de las mayores plataformas de inversión del mundo (Berkshire Hathaway), accionista de las principales compañías estadounidenses, de tarjetas de crédito (American Express), banca de inversión (Goldman Sachs, Wells Fargo), automoción (General Motors), alimentación (Coca-Cola, Kraft Foods), prensa y comunicación (The Washington Post, Graham Holdings), o farmacia y productos de higiene (Procter & Gamble, y Johnson & Johnson)”.

Muchas de esas marcas participan directa o indirectamente en la especulación con productos básicos, caso de los bancos, y sus derivados financieros sujetos a las subastas de cereales, o por supuesto los gigantes mayoristas de la comida industrial. Porque la verdadera globalización se ha quedado en eso: en el control global de una minoría, que ya decide hasta quién tiene acceso al alimento. Con estas palabras, también rotundas, lo denunció el Papa Francisco el año pasado: “Los alimentos no pueden ser objeto de especulación. La vida depende de ellos. Y es un escándalo que los grandes productores alienten un consumismo compulsivo para enriquecerse, sin siquiera considerar las auténticas necesidades de los seres humanos.

¡Hay que detener la especulación alimentaria! Debemos dejar de tratar los alimentos, que son un bien fundamental para todos, como moneda de cambio para unos pocos”.

¿Qué países alientan la especulación alimentaria?

Más que países, hay que hablar de gobiernos. Lógicamente, las naciones productorascomponen el terreno de combate y las que alojan al poder económico, el armamento financiero. Casi el 80% de la soja brasileña, por ejemplo, la compra China, con un intercambio afianzado entre dos gobiernos totalitarios (Bolsonaro y Xi Jinping) que alientan un sistema inmisericorde con el medio ambiente y con el trabajador.

El periodista Alceu Luis Castilho lo explica así en un artículo para La Vanguardia Dossier dedicado al Amazonia: “El país de los productos básicos es también el que abre sus fronteras para especuladores de todo el mundo. Entre los 4.600 multados [por incendios provocados en la selva para despejar tierras para ganado y cultivo masivos] están actores del sistema financiero. Es común que banqueros e inversionistas tengan brazos agroganaderos en sus corporaciones”.

En esa misma revista monográfica, el también periodista Heriberto Araújo añade este otro dato, más escalofriante: “Según la organización no gubernamental Global Witness, que desde 2012 monitorea el asesinato de activistas y ecologistas en el mundo, Brasil fue durante seis años seguidos el país más letal para los degendores del medioambiente y de los campesinos sin tierra”.

Con mayor o menos violencia, el modelo está extendido ya por doquier. En su informe, “La uberización del campo español”, el sindicato COAG alerta de que “sector tras sector, observamos un cambio de paradigma en el modelo productivo en el que los grandes inversores, en muchas ocasiones con capital ajeno al agrario que busca sólo rendimientos económicos sin generar, entre otros, ni tejido social, ni mantenimiento de la población rural y del medio ambiente, ganan terreno en detrimento de los agricultores y agricultoras tradicionales y, en definitiva, en detrimento del modelo social y profesional de agricultura, proveedor de riqueza en el medio rural, así como de otros bienes públicos. El cambio ya está aquí. Nuestro modelo de producción está siendo modificado, delante de nosotros”.

La especulación, conforme expulsa al pequeño, propicia una sobreexplotaciónmedioambiental con cifras insólitas. El cultivo de productos primarios se incrementó un 50% entre 2000 y 2018, hasta los 9.200 millones de toneladas. Sin embargo, la mayor parte de ese maíz, de ese trigo y de ese arroz acabó transformado en pienso. Porque para producir un kilogramo de carne de vacuno con un sistema intensivo en las granjas factoría, se necesitan siete kilos de cereales.

Mientras la producción mundial no deja de crecer a causa de la sobreexplotación, Asia acumula 425 millones de personas desnutridas, y África, 280. El Occidente rico, por contra, ignora una pandemia de obesidad alarmante como pocas. Porque el azúcar (que junto al trigo, arroz y maíz compone la mitad de la producción agrícola mundial) constituye un capítulo aparte.

¿Qué regulaciones existen para controlarla?

La política siempre se refiere a la especulación alimentaria con vaguedades, minimizando un impacto que es difícil calcular por la opacidad de quienes lo provocan. En ese pecado cae, en cierta forma, la directiva aprobada por la Unión Europea en 2014. Con la que Bruselas anunció un control sólido de las materias primas. Sin embargo, la UE delegó la responsabilidad última en los gobiernos, bajo una serie de parámetros comunes. Pero sin sancionar o supervisar a las entidades financieras (más allá de pedirles transparencia).

Asociaciones como VSF Justicia Alimentaria Global han promovido campañas para atajar por ese flanco el fenómeno, logrando que bancos como el Sabadell o La Caixa retirasen productos de inversión ligados a las cotizaciones del café, el trigo o la soja. Sin una regulación vigilante y con capacidad sancionadora, cualquier esfuerzo de control será en balde.

 

 

No obstante, José Berasaluce, director del Máster en Gestión e Innovación de la Cultura Gastronómica de la Universidad de Cádiz, apunta otros tres conceptos interesantes. Primero, la “soberanía alimentaria”, es decir, que los países “se defiendan de la invasión de la gran industria alimentaria y de las grandes cadenas de distribución internacional. Que, para vender sus productos se saltan las normas básicas de los objetivos de desarrollo sostenible y que conculcan todas las leyes de seguridad alimentaria”.

De forma paralela, Berasaluce apunta otras dos especulaciones más cotidianas e igualmente peligrosas: “Hay también especuladores en el ámbito de la gastronomía española. Por un lado, grupos de inversión e industrias multinacionales interesadas en especular y deshacerse de sus activos gastronómicos cuando ya no les den rentabilidad.

Esto se ve en dos sectores. Primero, los restaurantes, como ha ocurrido en Madrid y Barcelona. Madrid es la nueva Miami, con los nuevos inversores latinoamericanos y fundamentalmente mexicanos. Que están comprando los cascos históricos para crear restaurantes que den beneficio rápido y luego venderlos y abandonar la ciudad. Todo esto, a costa de la gentrificación de los barrios. Y por otro lado, las grandes marketplaces, las tecnológicas de la gastronomía y el delivery. Que utilizan las cocinas fantasma en los centros históricos y además controlan al usuario, quien solo come a través de una aplicación. La empresa tecnológica, conoce todos sus gustos, manipulando sus impulsos de compra y sus hábitos alimentarios, y fomentando una foodización del consumo”.

¿Qué puedo hacer para combatir la especulación alimentaria?

Como expone Berasaluce, la especulación alimentaria es el vórtice de una alimentación prostituida en toda su cadena. La sobreexplotación de materias primeras se realiza a costa de la calidad del grano y la cosecha. Con mutaciones genéticas, fertilizantes químicos y demás perversiones que solo buscan rentabilizar hasta el paroxismo la producción.

 

El pienso derivado de ese grano alimenta a animales estabulados en fábricas. Atiborrados igualmente de antibióticos y química nociva, cuyo procesado posterior elimina casi cualquier rastro natural del alimento. ¿Qué lleva la comida precocinada que tragamos? ¿Se puede llamar alimento a muchos de los encargos que realizamos por teléfono para saciar el nuestros apetitos de edulcorantes, glutamatos y demás sabores industriales que están transformando nuestras dietas?

El mundo se ha vuelto hostil en casi todos los ámbitos porque cada vez cuesta más entenderlo. Pero si por algo tenemos que empezar a ser militantes del cambio es por la comida. Informarnos hasta donde lleguemos de la procedencia de lo que compramos. Pero, sobre todo, favorecer al pequeño. Decidir con conciencia a quién le damos nuestro dinero: si a la gran distribuidora capaz de vender a precios mínimos, o al productor de nuestro pueblo más cercano. Si al restaurante franquicia y la plataforma de delivery, o a la casa de comidas que todavía sobrevive en el barrio.

En cada decisión pequeña, cotidiana, estamos empujando el mundo en una dirección o en otra.

 

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