¿Quién no oyó en su infancia aquella canción impregnada de nostalgia que hablaba de la partida de los pastores trashumantes hacia los pastos de invierno? Su estribillo se repetía a lo largo y ancho de una España de pastores (Ya se van los pastores a la Extremadura, ya se queda la sierra triste y oscura) en constante movimiento en un país que tenía en sus rebaños ovinos una de sus mayores fuentes de riqueza. Además de la conocida lana de oveja merina que se importaba a Flandes, los rebaños de oveja y cabra procuraban productos imprescindibles para la supervivencia. El queso o las prestigiosas carnes de carnero, ternasco o lechazo de las cuales está nuestro patrimonio gastronómico lleno.
Eran tiempos en los que los pastores formaban parte del paisanaje, protagonistas habituales de obras literarias y generadores de una enorme riqueza cultural. Desde las humildes sopas canas a las más ricas calderetas festivas, los jugosos asados, los embutidos o los más exquisitos quesos son creación del ingenio pastoril. Su legado todavía impregna muchas de las cartas de los restaurantes donde han quedado fosilizadas algunas recetas sin que el cliente se percate de su ancestral origen.
Sin embargo, el consumo doméstico del cordero ha descendido en España drásticamente, salvo en momentos puntuales como la Navidad, momento del año en que no faltan las piernas y paletillas asadas como manjar extraordinario. La mayoría de las cabezas de ganado ovino español tienen su mercado en los países árabes como Marruecos, Jordania o Libia, mientras que el consumidor español medio consume ahora más carne roja que nunca, cerdo y pollo (de granjas intensivas) desechando el cordero por prejuicio o desconocimiento de sus diferentes partes y usos culinarios. Esta caída del consumo de cordero conlleva no solo la pérdida de elaboraciones sumamente interesantes desde el punto de vista gastronómico de nuestro recetario, sino el conocimiento de unos valores añadidos – culturales y medioambientales– que están hoy en día en el centro de toda gastronomía con un mínimo de conciencia ética.
Cordero al chilindrón. Receta Inés Butrón. Foto: Antonio Ron
Probablemente haya pocas especies tan ligados a nuestro entorno como las ovejas y las cabras habida cuenta de que, excepto el bendecido norte de la península, el resto es terreno de secano donde conviven trigales con churras y dehesas de cochinos con merinas compartiendo los pastos que no siempre son ni tan verdes ni tan abundantes como se desean. De ahí que el movimiento del ganado sea inherente a la propia supervivencia de los animales y sus dueños, de todos cuantos han contribuido a una forma de gestión del territorio no exenta de conflictos. La poderosa Mesta creada en el siglo XIII mantuvo enfrentamientos constantes con los agricultores que batallaban por la misma tierra que pisaban miles de cabeza de ganado lanar.
Trashumancia de oveja ripollesa y cabra pirenaica. Port de la Bonaiga Vall d’Aran. Foto: Antonio Ron
Así, llegado el calor en las zonas más áridas, los pastores se ponían en marcha para retornar con sus animales en cuanto llegaran las primeras heladas de octubre en la montaña. Dependiendo de las zonas no solo se trasladaban ovejas, sino yeguas, caballos y vacas. El queso Gamonéu del Puerto es un vivo ejemplo- de momento- de la cultura pastoril en los Picos de Europa, un queso de tres leches crudas – oveja, cabra y vaca- elaborado en las majadas donde conviven los pastores en los meses de verano y curado mediante un ahumado previo y unos meses en el interior de cuevas donde el penicilium hará el resto. Hoy en día se trata más de una trasterminancia- menos de 100 km de distancia desde el lugar de partida- que de una larga trashumancia, término que también acuñan algunos pastores catalanes que se mueven entre el Alt Empordà y el Valle de Aràn pasando por La Garrotxa y el Ripollés con sus rebaños de cabras pirenaicas, ovejas ripollesas, vacas de La Albera, brunas, pallaresas y algunos “escamots de eugues” (yeguas) que buscan los pastos más altos.
En los valles navarros de Roncal y Salazar, en las montañas de Roncesvalles también podemos observar aún a las latxas, las vacas pirenaicas y las yeguas de Burguete que luego bajarán en tropel hacia el 22 de septiembre para quedarse a pastar en invierno en las Bardenas Reales. Con ellos, siempre unas figuras olvidadas: el rabadán o pastor con sus imponentes mastines, alguna yegua o mula cargando en las alforjas con los pocos utensilios y los alimentos básicos de los hombres y los canes, botas de vino, alforjas con pan, tasajo y sal, quizás un queso, un trozo de embutido para el almuerzo.
1.- Cubiertos de pastor. 2.- Colodra o cuernas de pastor
Por el camino la tarea es estar permanentemente vigilante, la comida es frugal. En la tarde, con la llegada del ganado a las majadas, se baja el caldero y sobre el fuego improvisado se preparan sopas de pan con abundante ajo, tal vez aceite y pimentón. Las sopas (una de sus acepciones es simplemente elaboración de pan empapado en un líquido) se mojan en agua hirviendo o en leche con su punta de ajo y pimentón. Cuando la cabra se deja ordeñar es sopa cana. Es cocina de inmediatez y hambre compartida- cucharón y paso atrás-. Las más pobres eran de sebo, como las del valle de Gistaín, en Huesca, o las de tomillo catalanas, un festín cuando se coronaba con el huevo de gallina.
Las migas, en cambio, requieren tiempo y, a veces, se preparan en días de lluvia, a cubierto, cuando no conviene que el animal enferme por comer hierba mojada. En Aragón, Murcia, Castilla La Mancha, Extremadura o Andalucía se hacen migas que no saben de recetas fijas, sino de disponibilidad y calendario litúrgico, pero siempre con pan, que es el alimento de per se, más que una “forma de aprovechamiento” en el sentido actual de la expresión. Hoy se comen en bares y restaurantes, como las del restaurante Lugaris, que las hace blancas o coloradas, según el uso del pimentón, menos en Badajoz y más como en El Torno, en el valle de El Jerte.
Migas de Badajoz, Extremadura. restaurante Lugaris
La caldera es, en cambio, condumio festivo, religioso o no, como la esquila de mayo, y precisa del sacrificio de una res. Asar a la estaca es otra elaboración festiva, más propia de los valles astures y de los pastores de ultramar. En el restaurante Caín, en Nava del Rey, la cocinera se ha apropiado del fuego y la estaca para atraer a sus clientes que vuelven a comer cordero asado, que no lechal, lentamente en piezas gruesas y húmedas.
Receta de rabos de cordera a la extremeña. Foto: Antonio Ron
De la matanza del cordero surgieron platos hoy endémicos como las asaduras o chanfainas extremeñas (la de Fuente de Cantos, con abundante pimiento choricero, tiene su propia fiesta anual), los zarajos conquenses o madejas aragonesas, el patorrillo con su sangrecilla, las manitas a la vizcaína, etc. Las cabezas asadas se comieron hasta hace poco en los almuerzos de los bares de España y se venden aún en los mercados para asombro de turistas. No así los rabos de cordera, única parte del animal que se puede comer sin sacrificar. En Aragón se conocían como espárragos montañeses. La Rinconada de Lorenzo ofrecen aún las madejas, crujientes y finas tripas enrolladas y fritas. Y en Tudela, el restaurante Remigio sigue haciendo el patorrillo con su sangrecilla.
Asadura de cordero extremeña. Receta Inés Butrón. Foto: Antonio Ron
Madejas de cordero de La Rinconada de Lorenzo, Zaragoza. Foto: Juan Barbacil
Patorrillo con sangrecilla, Hotel restaurante Remigio Tudela. Foto: Antonio Ron
Los embutidos de cordero son residuales en nuestra geografía pero aún colean algunos en Aragón y Catalunya, gírelas del Pallars y la Alta Ribagorça, o chiretas aragonesas con carne de cordero, arroz, huevos, pan y especias. En estas mismas comarcas catalanas se originó el palpis de cordero, una pierna rellena con panceta y hierbas aromáticas que una vez fría y cortada se podía consumir fría en forma de fiambre, tal y como la degustamos en el restaurante Juquim de Espot, en el Pallars Sobirà.
Palpís de cordero en Cal Juquim, Espot. Pallars Sobirà. Foto: Antonio Ron
Excepcionales y escasos son también los gazpachos manchegos o galianos. Su nombre deriva de galianas o tortas cenceñas. Este guiso merece una mención aparte porque en él aparece otro de los ingredientes ocasionales del sustento de los pastores trashumantes: la caza menor. Con la carne y el pan ácimo, a veces amasado y cocido in situ, más los clásicos saborizantes de ajo, aceite y pimentón se compuso un plato grandioso que hoy apenas pervive en algunas casas manchegas y en pocos restaurantes, como Epílogo, en Tomelloso, pero en versión actualizada.
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