Hete aquí un vino de leyenda. Nacido en una bodega de Jerez de la Frontera, que lleva a sus espaldas una trayectoria tan larga como azarosa: fue fundada en 1876 por Salvador Díez y Pérez de Muñoz, que en 1892 se unió a su hermano Francisco para adoptar el nombre de Diez Hermanos, y en 1979 se fusionó con otra bodega, Marqués de Mérito, para rebautizarse como Diez-Mérito, la marca que aún ostenta.
Esta noble compañía jerezana vivió días de gloria a finales del siglo XIX, cuando Alfonso XII le concedió el título de Proveedor de la Real Casa. Y también años de incertidumbre, a partir de 1981, cuando formó parte del tristemente célebre Grupo Rumasa. Cuatro años después, el riojano Marcos Eguizabal se hizo con Diez-Mérito, integrándola al Grupo Federico Paternina. Y desde entonces sobrevivió con más pena que alegrías, hasta su reciente adquisición por parte de la familia jerezana Espinosa, que se ha juramentado para devolverle el brillo que esta bodega merece.
La gran joya del catálogo de Diez-Mérito es, sin lugar a dudas, el Fino Imperial que aquí nos ocupa. Un vino majestuoso de nombre paradójico, ya que técnicamente –al menos para los calificadores oficiales del Consejo Regulador de la D.O. Jerez-Xérès-Sherry– este elixir no es un fino, sino un amontillado viejísimo, tal como demuestra el sello VORS, que identifica a los jereces más viejos: aquellos cuya crianza supera los ¡30 años!
A pesar de su evidente veteranía –color oro viejo, nariz compleja y paladar eterno– no faltará quien en los matices de avellanas y la entrada punzante de este vino Imperial desentrañe sus raíces finas. O, mejor dicho, su origen como manzanilla, ya que es Sanlúcar de Barrameda la verdadera cuna de este amontillado tan ambiguo como maravilloso. ¡Larga vida al Fino Imperial!
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