Se reconozca o no muy pocos establecimientos de hostelería españoles demuestran interés por el pan ¿Por qué tratan el pan tan mal en los restaurantes? Aunque en los últimos años hemos dado pasos de gigante, todavía son escasos los que cuidan el servicio de algo fundamental. En mi lista de visitas acumulo incontables decepciones. “Vuestras hogazas no valen nada, deberíais cambiar de panadero, no están en consonancia con vuestra cocina”, le comenté hace meses a un reputado hostelero que presume de la calidad de su despensa. Cuando poco después me espetó el nombre de la panadería, no salía de mi asombro: ¡Imposible¡, le dije. ¡Pero si es el mismo obrador que nos abastece en casa a diario!
Tardé poco en enterarme del recorrido que seguían aquellas hogazas. A primera hora las troceaban en rodajas, las introducían en bolsas de plástico y, en pura rutina, pasaban a la nevera hasta el momento del servicio. Como es lógico, el pan, víctima de semejante indolencia, en una suerte de efecto invernadero accedía a los comensales en condiciones lamentables, acartonado y frío. Piezas sin mordisco ni textura arruinadas desde un punto de vista gastronómico. Casos semejantes me los encuentro una y otra vez.
A los restaurantes que demuestran inquietudes no les basta con comprar buen pan. En el circuito que recorren las piezas necesitan recibir atenciones. Hace más de una década, el panadero Francesc Altarriba, propietario de Bonblat me visitó con ocasión de una de las ediciones de Madrid Fusión que andábamos preparando. Recababa mi ayuda para lanzar la figura del pannier, neologismo que había creado para denominar a los profesionales que en circunstancias ideales deberían ocuparse de preservar las cualidades del pan en los restaurantes. Algo equiparable a la figura de los sumilleres en el mundo del vino. Gente sensible, especialmente instruida en el tratamiento del pan a la vez que comprometida con las características de su cometido. Aspiración loable que nunca alcanzó el recorrido que Altarriba deseaba.
Los restaurantes que no ofrecen buen pan a sus comensales no hacen otra cosa que mostrar su desprecio por este importantísimo complemento. Más aun en un momento en el que cada vez se elaboran mejores tipos en España.
¿Pan artesano? A fuerza de escuchar esta frase tan pisoteada, se ha convertido en una etiqueta vacía de contenido. Tan hueca como los supuestos panes de masa madre, de hornos de leña que no existen, de fermentaciones lentas que no son ciertas y de harinas ecológicas convertidas en falsos argumentos de venta. ¿Cuánto hay de medias verdades y de mentiras encubiertas en semejantes argumentos? ¿Hablamos de masas madre de cultivo o de las prefabricadas, líquidas o en polvo, por las mismas industrias que llevan años suministrando aceleradores de las fermentaciones y aditivos artificiales? Nada garantiza que los panes elaborados por pequeños artesanos sean saludables. Tan absurdo como penalizar indiscriminadamente a los industriales entre los que figuran algunas firmas — pocas — que respetan los procesos con una seriedad loable.
¿Cómo me gusta que me sirvan el pan en un restaurante? Templado, con un ligero golpe de calor que acentúe sus características, con la corteza crujiente y la miga formando un todo que me emocione al primer mordisco. Me refiero de manera genérica a un solo tipo de pan que identifico con las hogazas. La realidad es que una cesta de pan bien concebida, aparte de piezas de pan blanco debe incluir algunas otras de trigo y centeno además de pequeños panes crujientes tipo colines, regañás o picos, que asocio invariablemente con las ensaladillas, el jamón de bellota y determinados tipos de queso.
“El pan no es un comodín”, repetía el desparecido panadero francés Lionel Poilâne. La tarea de encontrar el pan más adecuado para cada plato constituye un ejercicio subjetivo. Dos tipos de panes me molestan especialmente, los panecillos de pequeño tamaño y los aromatizados con curry, azafrán, semillas de amapola y especias que desdibujan los sabores de la comida a la que acompañan. Respecto al tamaño recupero la frase que me espetó el citado Pôilane cuando le entrevisté en Paris para el libro sobre el pan que yo andaba preparando: “Igual que un arquitecto no puede demostrar su talento con una caseta de perros, un panadero no alcanza nunca su propósito con un pan de pequeño tamaño”.
Puestos a encontrar rechazos, aún soporto menos los panes ácidos, índice de un descontrol de la masa madre, defecto de bulto que algunos profesionales de la panadería no han entendido todavía, consecuencia de un desequilibrio entre el ácido acético y el ácido láctico. A propósito de este asunto transcribo las palabras del panadero toledano Antonio Cepas: “Es importante desmontar la tendencia absurda de que para que un pan sea de calidad debe ser avinagrado, corriente que surge ente los aficionados a la panadería casera. El mayor logro del panadero es extraer al máximo el sabor de los cereales con los que trabaja, no que los agentes de fermentación entierren todos esos matices tan sutiles que las harinas nos ofrecen”.
Hace ya muchos años que, en la alta cocina europea, particularmente en Francia, se prodigan los carritos que delante de los clientes muestran su oferta de panes antes de cortarlos a la vista. Un solo pan, tratado de esta manera y a condición de que sea bueno, vale más que todas las cestas atiborradas de panes variopintos y casi siempre resecos que en rodajas malformadas intentan deslumbrar a su clientela. Entre mis mejores recuerdos figuran algunos restaurantes desperdigados: Saddle en Madrid; Aponiente de Ángel León en El Puerto de Santa María, QuiqueDacosta en Denia, El Cigarral del Ángel en Toledo de Iván Cerdeño y el restaurante Lasarte en Barcelona.
¿Debe un restaurante elaborar sus propios panes? Nada lo desaconseja si es que dispone de medios. Si se trata de cumplir con la galería y buscar un punto de atracción adicional vía instagram no suele ser el camino. El oficio de panadero requiere amplios conocimientos, dominio de los procesos y el abastecimiento de trigos de calidad, algo que desborda el juego de la rutina. Si el restaurante dispone de una sección de panadería independiente como sucede con los Hermanos Torres en Barcelona, El Celler de Can Roca, Jesús Sánchez (Cenador de Amós), Mario Sandoval (Coque) o Samuel Moreno en Molino de Alcuneza, Sigüenza (Guadalajara), Mario Torres en El Calderito de la Abuela (Tenerife), además de algunos otros como Rodrigo de la Calle en El Invernadero o Braulio Simancas en la Laguna (Tenerife), la idea cobra coherencia.
¿En qué momento los restaurantes españoles demostrarán su complicidad con el mundo de la panadería y se dignarán a reseñar en sus cartas el nombre del panadero que les suministra sus piezas a diario, tal y como sucede en tantos locales de Francia? El pan merece más respeto del que generalmente se le presta. Algo a lo que no son ajenos los comensales, que deberían exigir buenos panes, igual que seleccionan vinos determinados. Una cuestión de cultura gastronómica.
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